jueves, 21 de enero de 2021

EL MEJOR REGALO - Miguel Benitez #MiMejorMaestro

 

   

    Su voz era ronca, y con esa misma voz, esa voz que había arrastrado durante sus cuarenta años de docencia, pidió a sus alumnos que le cedieran unos minutos de su tiempo; les quería dirigir unas palabras de despedida. No había dinero ni para un modesto convite.

    Sus escasos enseres yacían dentro de la negra y curtida cartera de cuero que, allá por mayo de 1923, su familia le había regalado al acceder a una plaza del Cuerpo de Maestros del Ministerio de Instrucción Pública y que siempre guardaba en el cajón grande de la mesa de madera, una mesa ya raída por el uso y los incontables años de servicio, y que tantas veces había acariciado con sus dedos.

    Sobre la misma estaba, elegante e impasible, el otro regalo, un objeto que todos sus alumnos habían visto y odiado infinidad de veces, pero que nunca habían tocado: un reloj de arena, de palmo y medio de alto, el verdugo de todos los exámenes, pues al acabarse la arena, vuelta y vuelta, finalizaba la tarea encomendada.

    Pausada, lentamente, les habló del transcurso del tiempo, de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre; del pasado efímero de don Antonio Machado, del "Carpe Diem", de sus andanzas de niño y adolescente junto a Celso, su mejor amigo y más tarde gran poeta, en una aldea de la Galicia del interior, y de las vivencias que tan feliz le hicieron en esa escuela de un humilde pueblo de Ciudad Real, una de esas provincias que existen porque sobraba sitio en el mapa de España, y una escuela donde el frío arañaba las ideas y los sentidos. Nunca hubo presupuesto para calefacción.

   Recordaba agradecido, pasada la mitad del siglo, cuando la Inspección del Ministerio anunció algunas mejoras, esas que siempre llegan tarde, y que al final se redujeron a un nuevo mapa-mundi de pared en el que ya había desaparecido el imperio austro-húngaro, y un esqueleto a tamaño natural para estudiar Anatomía. 

   Les dijo que una más que modesta pensión sustituiría al esquelético sueldo de maestro, a lo que, sumando unos pocos libros y un pequeño huerto al que hacía algún tiempo se estaba aficionando, era todo su patrimonio. En esos tiempos el hambre se desayunaba y la cena pasaba de largo las más de las noches, y si eras de los maestros represaliados, no es para contarlo.

   El amigo poeta hubo de trasterrarse a la Argentina por sentirse demasiado gallego y demasiado poco español, y Don Matías sufrió destierro en  lo que se conocía como exilio interior y siempre agradeció a los vecinos el acogedor recibimiento que le dispensaron conociendo sus antecedentes. Eran, y son, buena gente.

    El reloj de arena, el mejor regalo que a nadie se le pudo ocurrir, fue a parar a quien consideró siempre su alumno preferido, instruido de forma especial en humanidades y en la cultura clásica, y ese alumno no era otro que un servidor de ustedes, a quienes suplico me presten un poco de su tiempo para llenarlo con palabras de despedida. Pero esta vez, sí habrá convite.

  Con el tiempo, acabé ocupando esta plaza de maestro, tanto por ser mi pueblo, como por las enseñanzas que aquí recibí de don Matías. Las cosas han cambiado mucho de entonces acá, y lo único que guardo es este hermoso reloj de arena, con sus cuatro columnas esquineras finamente labradas con la gubia de un artesano de la madera de boj, y que siempre me indicó el sentido más profundo de la vida, lo efímero de las cosas, el paso de los días, la desmesura juvenil, los amigos, las fiestas familiares, las arrugas en la piel, los achaques, y la vejez: todo quedaba sometido a su arbitrio. No me tomen por iluso si les digo que de él aprendí el sentido del honor, la dignidad, cumplir lo prometido, y sobre todo, a ser bueno, en sentido machadiano de la palabra. Un reloj de muñeca solo nos recuerda que llegamos tarde; el de arena te informa de quien eres.

    Me enseñó también que el tiempo es oro, como decía Benjamín Franklin, y que la velocidad de la luz se mide en años, no en kilómetros. En casa, cuando he contemplado, una y mil veces este hermoso reloj, me he sentido obligado a reflexionar sobre las cosas que merecen la pena de verdad, y siempre me quedo con dos: el amor y la amistad.

    En mi toma de posesión, sobre la mesa desnuda, solo aparecía aquel hermoso reloj, y al fondo de la sala, casi imperceptible, reconocí a mi viejo maestro, apoyado en el brazo de su hermana menor, que seguía atento mis palabras. Al acabar, le abracé fuertemente y le devolví el reloj de arena. Lo reconoció enseguida después de tantos años. No pudo evitar emocionarse.

     No pasaron dos semanas que don Matías falleciera, de viejo y de soledad. Su hermana cerró la casa y se fue a la capital a vivir con unos sobrinos. Vino a despedirse, casi con prisas por dejar atrás el pueblo, y tras recordarme lo mucho que su hermano siempre me había apreciado, me regaló una cesta llena de manzanas de su huerto y algo parecido a una caja de zapatos atado con una fina cuerda.

    Al abrirla, ya sabía que me encontraría ese hermoso reloj de arena, que encerraba el tiempo de mi existencia y que ya iba necesitando una mano de barniz. También había una tarjeta postal, con matasellos de Buenos Aires, de fecha ilegible. Al leerla, no pude evitar un par de lágrimas: 

    "Yo sé que un día doblaré una esquina, y no volveré atrás ..." . "Mientras no me olvides, no habré muerto ...".
  
    Nunca lo olvidó. Celso Emilio Ferreiro, su amigo de la infancia y poeta favorito, se llevó su último suspiro, y yo me apropié de su tiempo. Descansen ambos en paz.

   Gracias a todos por su atención. Saben donde vivo. Ahí tienen su casa, buen vino y excelente longaniza de Teruel. Para cuando gusten. 

jueves, 3 de septiembre de 2020

TRES HERMANOS

                 

Yo, por no mentir, defenderé siempre la fama de liberal profesada por mi padre y dos tíos míos que habían residido y comerciado largos años en países de media Europa, y nadie quedó extrañado cuando, el primer día de curso, entrábamos con mi hermano Alberto, cartera de cuero en mano, por la puerta de los Corazonistas, quienes presumían de una merecida fama de afrancesados manteniendo un ideario escolar escasamente acorde con los mandamientos de la Iglesia Católica. Martina, nuestra hermana pequeña y joya de la familia, acabó en las Clarisas por especial interés de mi madre, evitando la rigidez de las Benedictinas.

Nuestro equipo de fútbol, del que desconozco el por qué tuve el honor de formar parte durante tres años seguidos, competía en una liga con los demás colegios de la ciudad. El patio de recreo también se utilizaba como campo de fútbol, era de tierra pedregosa, y los profesores tenían la obligación, presuntamente voluntaria, de hacer de árbitros en los partidos.


viernes, 7 de agosto de 2020

¿DONDE SE FUERON?

 Vamos al pub de siempre, ya sabes, al Novecento. Menos mal que te he encontrado y sé que puedo confiar en ti. Eres el amigo más discreto que tengo y necesito contarte un montón de cosas que todavía no sabes de mi relación con Cristina.

Ella sospechaba algo, o quizá más de lo que yo pienso; creo que anduve tan corto de tiempo como de reflejos preparando la escapada. Peor podría haber sido, incluso palabras mayores; estaba decidido a deshacerme de ella, aunque no de forma violenta, no es mi estilo, ya me conoces; sabes que lo mío es huir como un cobarde, siempre se me dio bien; eso es lo que debería haber hecho en aquella Feria del Libro Alternativo del Parque del Retiro, cuando fuimos todo el grupo de escritores y tuve la desgracia de enamorarme de ella, ¿recuerdas?. Por aquel entonces era muy simpática y estaba en sus curvas; ahora casi no cabe por la puerta.