Yo,
por no mentir, defenderé siempre la fama de liberal profesada por mi padre y
dos tíos míos que habían residido y comerciado largos años en países de media
Europa, y nadie quedó extrañado cuando, el primer día de curso, entrábamos con mi
hermano Alberto, cartera de cuero en mano, por la puerta de los Corazonistas,
quienes presumían de una merecida fama de afrancesados manteniendo un ideario
escolar escasamente acorde con los mandamientos de la Iglesia Católica. Martina,
nuestra hermana pequeña y joya de la familia, acabó en las Clarisas por
especial interés de mi madre, evitando la rigidez de las Benedictinas.
Nuestro
equipo de fútbol, del que desconozco el por qué tuve el honor de formar parte durante
tres años seguidos, competía en una liga con los demás colegios de la ciudad. El
patio de recreo también se utilizaba como campo de fútbol, era de tierra
pedregosa, y los profesores tenían la obligación, presuntamente voluntaria, de
hacer de árbitros en los partidos.
Precisamente
en mi primer encuentro contra los Escolapios, y en mi primera intervención como
defensa derecho agarrado al poste de la portería para defenderla de un saque de
esquina, en una distracción de apenas una fracción de segundo, noté cómo el
balón pegaba en mi cabeza y entraba en la portería marcando un espléndido gol
en mi propia puerta. El aturdimiento del balonazo no me ahorró una bronca
monumental. Ese día ya no volví a jugar.
El
motivo de mi distracción había sido un sobre situado en la base del poste, sin
sello y con un nombre que me resultaba familiar, tan familiar como la letra con
la que estaba escrito, resultando ser la caligrafía de mi novia, si es que a
los doce años puede hablarse de tal cosa, y el nombre, el de mi mejor amigo de
entonces.
La
curiosidad me mordía las entrañas, y antes de sentarme en el banquillo del
vestuario ya tenía los ojos rebuscando las palabras que jamás hubiera deseado
leer. Mi sorpresa fue mayúscula al reconocer lo allí escrito; todo me sonaba y
lo conocía y reconocía punto por punto; ni siquiera se había molestado en
cambiar una coma de la misma carta que me envió a mí hacía un mes.
El
asunto no fue a mayores, y aunque ese día perdí el partido, una novia y un
amigo, comencé a mirar las cosas y las personas de otra manera, como hacían los
adultos, esos que sabían nadar y guardar la ropa, que arriesgaban sobre seguro
y que solo se metían en batallas cuando sabían que estaban ganadas de antemano.
Hubo
otros episodios, quizás más interesantes y dignos de recordar de mi infancia,
pero me quedo con la historia de don Eusebio, el maestro de las Escuelas
Nacionales, como así les llamaban, a quien más he querido y de quien más
palmetazos he recibido en mi vida, y no por ser mal estudiante, pues siempre
andaba por los primeros puestos, sino porque mi lengua traicionera no
descansaba jamás, ni siquiera cuando había exámenes, dándome más disgustos que
alegrías.
Consiguió,
con la misma facilidad, hacerme odiar todo lo que fueran números y fórmulas que
parecían sacadas de la Cábala, como enamorarme de la Literatura, la Geografía y
la Historia de nuestro país, debilidades que aún profeso gracias a su inicial
estímulo y mi agradecimiento siempre quedará corto por todo el bien que me
procuró.
Enmarcada
su figura entre el crucifijo y los retratos de Franco y José Antonio, sentado
en una modesta silla de madera con reposabrazos, a sus cincuenta y cinco años
parecía un recluso a quien le acababan de comunicar la cadena perpetua,
mientras su mente divagaba con la carestía de la vida por un sueldo que no
llegaba a mitad de mes, viviendo siempre de fiado, el mismo abrigo todos los
inviernos, tres hijos que alimentar, y una abnegada esposa que, con su trabajo y
su silencio, hacían más deseable la vuelta a casa.
Lo
malo, o bueno, de don Eusebio es que esas divagaciones muchas veces las
compartía con sus alumnos, a sabiendas de que la mayoría de las familias
estaban en su misma o peor situación, lo que no evitaba el rastro de pena y
comprensión en nuestras caras difícil de explicar, pero fácil de comprender.
Si
alguien se le pudiera equiparar en humanidad y sencillez era doña Aurora, la
directora del colegio cuya sabiduría y buen hacer todavía resuenan en las casas
de las familias que le conocieron; murió no hace mucho, soltera, a los noventa
y nueve años.
Pocos
días después de los funerales, a los que asistió la inmensa mayoría de
convecinos, el Ayuntamiento la nombró hija predilecta de la ciudad.
Cuando
llegó la adolescencia, las cosas fueron de mal en peor: demasiada policía, un
horizonte plano e interminable, muchos años por vivir y un futuro que no se
parece en nada a lo que imaginé.
Pero esto merece capítulo aparte.