jueves, 3 de septiembre de 2020

TRES HERMANOS

                 

Yo, por no mentir, defenderé siempre la fama de liberal profesada por mi padre y dos tíos míos que habían residido y comerciado largos años en países de media Europa, y nadie quedó extrañado cuando, el primer día de curso, entrábamos con mi hermano Alberto, cartera de cuero en mano, por la puerta de los Corazonistas, quienes presumían de una merecida fama de afrancesados manteniendo un ideario escolar escasamente acorde con los mandamientos de la Iglesia Católica. Martina, nuestra hermana pequeña y joya de la familia, acabó en las Clarisas por especial interés de mi madre, evitando la rigidez de las Benedictinas.

Nuestro equipo de fútbol, del que desconozco el por qué tuve el honor de formar parte durante tres años seguidos, competía en una liga con los demás colegios de la ciudad. El patio de recreo también se utilizaba como campo de fútbol, era de tierra pedregosa, y los profesores tenían la obligación, presuntamente voluntaria, de hacer de árbitros en los partidos.



Precisamente en mi primer encuentro contra los Escolapios, y en mi primera intervención como defensa derecho agarrado al poste de la portería para defenderla de un saque de esquina, en una distracción de apenas una fracción de segundo, noté cómo el balón pegaba en mi cabeza y entraba en la portería marcando un espléndido gol en mi propia puerta. El aturdimiento del balonazo no me ahorró una bronca monumental. Ese día ya no volví a jugar.

El motivo de mi distracción había sido un sobre situado en la base del poste, sin sello y con un nombre que me resultaba familiar, tan familiar como la letra con la que estaba escrito, resultando ser la caligrafía de mi novia, si es que a los doce años puede hablarse de tal cosa, y el nombre, el de mi mejor amigo de entonces.

La curiosidad me mordía las entrañas, y antes de sentarme en el banquillo del vestuario ya tenía los ojos rebuscando las palabras que jamás hubiera deseado leer. Mi sorpresa fue mayúscula al reconocer lo allí escrito; todo me sonaba y lo conocía y reconocía punto por punto; ni siquiera se había molestado en cambiar una coma de la misma carta que me envió a mí hacía un mes.

El asunto no fue a mayores, y aunque ese día perdí el partido, una novia y un amigo, comencé a mirar las cosas y las personas de otra manera, como hacían los adultos, esos que sabían nadar y guardar la ropa, que arriesgaban sobre seguro y que solo se metían en batallas cuando sabían que estaban ganadas de antemano.

Hubo otros episodios, quizás más interesantes y dignos de recordar de mi infancia, pero me quedo con la historia de don Eusebio, el maestro de las Escuelas Nacionales, como así les llamaban, a quien más he querido y de quien más palmetazos he recibido en mi vida, y no por ser mal estudiante, pues siempre andaba por los primeros puestos, sino porque mi lengua traicionera no descansaba jamás, ni siquiera cuando había exámenes, dándome más disgustos que alegrías.

Consiguió, con la misma facilidad, hacerme odiar todo lo que fueran números y fórmulas que parecían sacadas de la Cábala, como enamorarme de la Literatura, la Geografía y la Historia de nuestro país, debilidades que aún profeso gracias a su inicial estímulo y mi agradecimiento siempre quedará corto por todo el bien que me procuró.

Enmarcada su figura entre el crucifijo y los retratos de Franco y José Antonio, sentado en una modesta silla de madera con reposabrazos, a sus cincuenta y cinco años parecía un recluso a quien le acababan de comunicar la cadena perpetua, mientras su mente divagaba con la carestía de la vida por un sueldo que no llegaba a mitad de mes, viviendo siempre de fiado, el mismo abrigo todos los inviernos, tres hijos que alimentar, y una abnegada esposa que, con su trabajo y su silencio, hacían más deseable la vuelta a casa.

Lo malo, o bueno, de don Eusebio es que esas divagaciones muchas veces las compartía con sus alumnos, a sabiendas de que la mayoría de las familias estaban en su misma o peor situación, lo que no evitaba el rastro de pena y comprensión en nuestras caras difícil de explicar, pero fácil de comprender.

Si alguien se le pudiera equiparar en humanidad y sencillez era doña Aurora, la directora del colegio cuya sabiduría y buen hacer todavía resuenan en las casas de las familias que le conocieron; murió no hace mucho, soltera, a los noventa y nueve años.

Pocos días después de los funerales, a los que asistió la inmensa mayoría de convecinos, el Ayuntamiento la nombró hija predilecta de la ciudad.

Cuando llegó la adolescencia, las cosas fueron de mal en peor: demasiada policía, un horizonte plano e interminable, muchos años por vivir y un futuro que no se parece en nada a lo que imaginé.

Pero esto merece capítulo aparte.